La Conmemoración de Todos los Fieles Difuntos, es prolongación natural de la solemnidad de Todos los Santos y juntas forman la gran fiesta de la comunión de la Iglesia constituida por los fieles que aún peregrinan en esta vida y los que ya han cruzado el umbral de la muerte.
Las velas encendidas sobre las tumbas de los difuntos son ya un signo y un anticipo de la luz eterna en la que esperamos, el día en que el Señor nos llame a su reino. Dios, en su inmenso amor, envía a su Hijo para darnos la vida eterna.
Claramente nos manifiesta que la existencia del hombre no concluye en la tierra, ya que la muerte abre a las almas un nuevo horizonte de vida. Él nos asegura que también nuestros cuerpos resucitarán al final de los tiempos, y este día nos ayuda a alimentar nuestra esperanza en la Patria eterna del cielo.
La muerte siempre representará un misterio y un sufrimiento. Pero, nosotros como cristianos, vivimos en fe y esperanza. Si tuviéramos suficiente fe, soportaríamos la muerte sin miedo y la acogeríamos como un regreso a la casa del Padre. En nuestra fe no hay lugar para dudar de que en la muerte, Dios nos “abandonará”, que somos obra de sus manos, hechas a su imagen y semejanza, por quienes Cristo murió y resucitó de entre los muertos. Dios no nos dejará perecer para siempre. En Cristo tenemos la promesa de Dios de que nosotros resucitaremos también de entre los muertos para la gloria y alegría eternas. Con esta esperanza ponemos hoy espiritualmente a todos nuestros difuntos en las manos del Dios de vida.